No cuesta imaginar a esta porteña diplomática de veinticinco años, enfundada en su inmenso abrigo de piel, caminando por las veredas del parque Gorki, a orillas de sus lagos, del canal del río y por los empinados senderos. No cuesta imaginar el orgullo que sintió y la emoción de lo familiar ante tanta extrañeza, la primera vez que escuchó el Himno Nacional de Venezuela en un acto público (le fascinaba contarlo), así como el agotamiento y malestar que padeció durante los nueve meses que estuvo en Moscú.