La sirenita viene a visitarme de vez en cuando. Me cuenta historias que cree inventar, sin saber que son recuerdos. Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar. Ella no sabe que es una sirena, cosa que me divierte bastante. Cuando ella habla yo simulo escucharla con atención pero, al mínimo descuido, me voy por el camino de las dunas, entro al agua y llego a un pueblo sumergido donde hay una casa, donde también está ella, sólo que con escamada cola de oro y una diadema de pequeñas flores marinas en el pelo. Sé que mucha gente se ha preguntado cuál es la edad real de las sirenas, si es lícito llamarlas monstruos, en qué lugar de su cuerpo termina la mujer y empieza el pez, cómo es eso de la cola. Sólo diré que las cosas no son exactamente como cuenta la tradición y que mis encuentros con la sirena, allá en el mar, no son del todo inocentes. La de acá, naturalmente, ignora todo esto. Me trata con respeto, como corresponde hacerlo con los escritores de cierta edad. Me pide consejos, libros, cuenta historias de balandras y prepara licuados de zanahoria y jugo de tomate. La otra está un poco más cerca del animal. Grita cuando hace el amor. Come pequeños pulpos, anémonas de mar y pececitos crudos. No le importa en absoluto la literatura. Las dos, en el fondo, sospechan que en ellas hay algo raro. No sé si debo decirles cómo son las cosas.

Abelardo Castillo

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Vivimos entre libros, hemos tenido la libertad de elegirlos y la posibilidad de descifrarlos en una era en que la instrucción fue (casi) universal. No ncesitamos ser monjes ni damas de la nobleza y si pertenecemos a una cofradía no es la del poder ni la del dogma, simplemente hemos sido elegidos por los libros a temprana edad. Bendito sea un privilegio desinteresado, no esgrimido para someter a los diferentes,

María Elena Walsh

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Lector se nace, lector se hace, lector se muere. Como el hábito no tiene finalidad práctica, no admite renuncia por abandono ni por desaliento ante el posible competidor.
El lector se arrodilla como el arqueólogo, trepa escalera como el restaurador, fortalece músculos con el diccionario de María Moliner, huronea de tomo en tomo. Lee de pie y escarba en librerías, sufriendo la melancólica anemia de su bolsillo, el despiste de los libreros y la necesidad del ángel que lo aliente para desmalezar la selva de los libros chatarra.
Lo creíamos sedentario y en realidad es un atleta, comparado con prójimos que sortean estas gimnasias y se solidifican en ángulo recto frente a las pantallas...

María Elena Walsh

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El debate tan machacón como hipócrita (porque en realidad se trata de una campaña de exterminio) sobre la inminente desaparición del libro, pese a que las editoriales siguen abarrotando librerías, quizá requiere una interpretación (...) No es seguro que el libro esté destinado a desaparecer mañana, pero sí es seguro que desaparecerá cada uno de nosotros especímenes humanos. Y es posible que cuando dejemos este mundo, algunos libros nos echen de menos.

María Elena Walsh

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