Caracas era todavía una población remota de la provincia colonial; fea, triste, chata, pero las tardes del Ávila era desgarradoras en la nostalgia.
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¡Dios de los pobres!" suspiró el general. "Estamos llegando". Y así era. Pues ahí estaba el mar, y del otro lado del mar estaba el mundo.
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Entonces acababa de cumplir 20 años, era viudo reciente y rico, estaba deslumbrado por la coronación de Napoleón Bonaparte, se había hecho masón, recitaba de memoria en voz alta sus páginas favoritas de Emilio y La Nueva Eloísa, de Rousseau, que habían sido sus libros de cabecera durante mucho tiempo, y había viajado a pie, de la mano de su maestro y con su morral a la espalda, a través de casi toda Europa.
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En una de las colinas, viendo a Roma a sus pies, don Simón Rodríguez le soltó una de sus profecías altisonantes sobre el destino de las Américas. Él lo vio más claro. "Lo que hay que hacer con esos chapetones de porra es sacarlos a patadas de Venezuela" dijo. "Y le juro que lo voy a hacer.
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