Me fui de Venezuela con la convicción de que hacía lo correcto. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que Caracas, como un cáncer inoperable, estaba enredada en lo más profundo de mi memopria. Mi Caracas, lo sé, es una geografía fragmentaria, incompleta, tendenciosa. Mi centro se ubica al final de la avenida Teresa de la Parra, no tiene plaza ni parlamento. Me costó entender que la tragedia del exilio la escriben las cosas invisibles, los pequeños detalles que pasan desapercibidos. No todo el mundo se da cuenta de que lo que duele, lo que se echa de menos, es la belleza espontánea de lo insignificante.
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Pensé, aturdido por el dolor del pecho, que el desarraigo no era más que una falsa mudanza. Quizás -me dije- aquello que llamamos hogar solo sea una invención de la memoria.
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Me gusta pensar que los recuerdos no mueren con la carne, que todo aquello que hacemos, que todo a lo que atribuimos un valor se queda escrito con tinta indeleble en la memoria del mundo, que los hombres inventaron el concepto de justicia para tener presente la fragilidad del bien, la indolencia del equilibrio y para tratar de corregir los errores de Dios.
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